El 24 de marzo es una advertencia sobre el presente. Marca el inicio del ciclo represivo más cruento del siglo XX y el comienzo de una estricta revolución que guardaba como propósito una transformación radical de la arquitectura económica, social y cultural del país. Por eso la dictadura acalló todas las voces para fundar otra Argentina. Y, en lo esencial, pudo lograrlo.
Ese rediseño —que combinó violencia y genocidio, desarticulación productiva y subordinación financiera— tuvo como núcleo una concepción profundamente regresiva del orden social. El trabajo dejó de ser el eje articulador del sistema económico. El Estado se convirtió en una herramienta de disciplinamiento implacable. Se desmantelaron industrias a la par de un diluvio de importaciones sin criterio; se endeudó al país con una lógica especulativa para consolidar los factores de la dependencia, y se impuso un nuevo sentido común que exaltaba la concentración económica como sinónimo de modernización y de apertura al mundo.
La democracia fue reemplazada por el terror, y la ciudadanía, por la censura y el silencio forzoso. Pero lo más inquietante no fue la represión en sí misma —terrible, sistemática, planificada—, sino su funcionalidad. La violencia no fue un exceso: fue la condición de posibilidad para imponer un nuevo orden. Un orden revolucionario, en el sentido que el diccionario le asigna a esta palabra, y que aún hoy conserva defensores —algunos más explícitos que otros—, pero todos, paradójicamente, reaccionarios sin excepción.
Actualmente asistimos a una situación que, aunque sin tanques en las calles ni vuelos de la muerte, reproduce algunos de los mecanismos de aquel experimento: concentración del poder, deslegitimación del sistema político, desmantelamiento del Estado, transferencia regresiva de ingresos y una ofensiva cultural que busca instalar la idea de que los derechos son privilegios, que la justicia social es un robo y que el Estado es un enemigo de todos por igual.
El presidente Milei ha manifestado abiertamente su voluntad de destruir la organización estatal. Ha declarado, sin eufemismos, ser un “topo” infiltrado en las instituciones para dinamitar desde adentro el sistema que juró defender. En cualquier país con memoria institucional, semejante afirmación —más allá del gesto provocador— constituiría un escándalo político de proporciones. El Estado no es otra cosa que la expresión institucional de la Constitución Nacional; por lo tanto, todo intento deliberado de destruir al Estado representa, en esencia, un ataque directo a la Constitución.
Este tipo de acciones y declaraciones no son meramente simbólicas y, entonces, no debieran soslayarse como ha sucedido. El artículo 29 de la Constitución establece con claridad que todo acto que conceda facultades extraordinarias o la suma del poder público al Ejecutivo es nulo de nulidad insanable, y que quienes los promuevan, consientan o ejecuten incurren en la responsabilidad y pena de los infames traidores a la patria. A pesar de ello, la confesión del presidente —que, pasada en limpio, es la expresión propia de un déspota y de un tirano— fue recibida por amplios sectores del Parlamento con una inquietante tolerancia.
En concordancia con esta actitud, el Congreso de la Nación, que debe ser el contrapeso natural del Poder Ejecutivo en un sistema republicano, ha cedido facultades extraordinarias que desbordan los límites del orden constitucional. Y lo ha hecho no por imperio de una emergencia excepcional, sino en el marco de un programa de reformas cuyo objetivo declarado es, como se ha dicho, la demolición del Estado de derecho. Reitero: la demolición del Estado de derecho, el único estado que concebimos y conocemos, el que surge del texto de la Constitución argentina, por si alguien necesita más elementos para comprender de qué estamos hablando.
El riesgo de convalidar un cesarismo posmoderno bajo el ropaje de la “modernización” es hoy una amenaza real. La experiencia histórica enseña que el desguace del Estado no genera mayor libertad, sino mayor desigualdad. El Estado —aun con sus falencias— ha sido, en nuestro país, el principal organizador de la movilidad social ascendente, el garante de derechos básicos y el agente del desarrollo en regiones históricamente postergadas. Su debilitamiento implica, en los hechos, el retiro del único actor capaz de moderar los efectos del poder económico concentrado.
La idea de que el mercado puede sustituir al Estado como organizador social no es nueva. Fue ensayada —y fracasó— durante la dictadura, en los noventa y en diversas experiencias latinoamericanas que hoy son poco más que notas al pie de un experimento agotado. Sin embargo, regresa una y otra vez bajo nuevos nombres, nuevas caras y con una retórica atractiva para sociedades angustiadas, fragmentadas y deshistorizadas.
Es en ese contexto donde la memoria adquiere un valor político central. No como gesto ritual ni como repetición simbólica, sino como ejercicio de lucidez crítica. Recordar, por lo tanto, lo que ocurrió no es un acto melancólico, sino una herramienta de diagnóstico: permite identificar patrones que se repiten, discursos que se reciclan y decisiones que, una vez más, amenazan con socavar las bases del contrato democrático.
El 24 de marzo interpela, en consecuencia, al presente. Nos obliga a preguntarnos si la democracia que recuperamos en 1983 puede subsistir sin instituciones robustas, sin pluralismo, sin un Estado activo y sin una ciudadanía informada. Y también si es sostenible un sistema en el que los representantes del pueblo ceden su poder a un presidente que se jacta de despreciar las formas republicanas y al que le delegan anticipadamente una autorización para firmar un acuerdo que aún no ha sido redactado con el FMI, pese a la evidencia histórica que ya nos asegura otro fracaso —igual o peor— en la zaga de la relación de Argentina con el Fondo.
La política enfrenta una encrucijada: o recupera su capacidad de representación, su autonomía frente al poder económico y su compromiso con el interés general, o se convierte en un actor decorativo frente a la maquinaria tecnocrática del ajuste perpetuo. No hay alternativa duradera que surja del sometimiento parlamentario ni de la desmoralización institucional.
La historia no se repite de manera idéntica. Pero ofrece analogías. Algunas, inquietantes. La democracia, como demostró la Argentina trágica del siglo XX, puede derrumbarse no solo por un golpe militar, sino también por su progresivo vaciamiento interno.
Por eso, recordar el 24 de marzo es también advertir que la libertad —esa palabra en plena resignificación, en campos que siempre le fueron ajenos y antagónicos— no es posible sin igualdad, sin justicia, sin derechos y sin un Estado que los garantice. La libertad sin condiciones es apenas un espejismo. Una promesa que se cumple solo para quienes ya tienen con qué comprarla y pueden seguir engañando a los que creen que el futuro es lo peor de lo viejo. Lo viejo como nuevo. Lo nuevo como estafa.